domingo, 2 de diciembre de 2007

“Móvil”, de Sergi Belbel: Un desliz lo tiene cualquiera.


A veces al teatro no hay quien lo entienda. Es el teatro un mundo indescifrable donde todo tiene cabida y la sorpresa en cualquier momento puede llegar. A veces, ocurre que de pronto viene alguien, que pasa sin que lo advierta casi nadie; una compañía de pueblos, que a duras penas si llena medio teatro, en la que nadie repara y que se marcha igual que como si no hubiese venido. Y esa compañía que no vio casi nadie es extraordinaria, lo mejor que por la sala ha podido pasar en mucho tiempo pero pocos son los que han ido a disfrutarla porque nadie la conoce y eso en este mundo es igual que ser un cero. Otras veces ocurre, se reúnen en un espectáculo todos los grandes nombres, el bombo y la fanfarria, la algarabía y los alborotos ¡que suene la campana oiga! y que suene bien fuerte, que no deje de sonar, que en este teatro oiga este fin de semana disfrutaremos de los más dignos padres de nuestro arte que desde la curia o la alturas (vaya usted a saber donde viven las criaturas), nos han venido a visitar. Y lo anuncian en las ferias y lo anuncian y lo anuncian y no lo dejan de anunciar y todos como locos -¡Llévame al teatro mamá! que viene una artista, que a mi la verdad me suena de algo, y dicen que será digno de recordar. Y el teatro (casi) se llena y es para ver a este o a tal y lo que pasa es que acaba la obra y uno piensa en los 20 euros de su entradita y no sabe si tiene que aplaudir o si en sus garantías como consumidor con la entrada ha adquirido el derecho y se le permite llorar. Definitivamente, al teatro no hay quien lo entienda. Y estas cosas suelen pasar.
Cuando nos dijeron que venía a Canarias el montaje de Móvil, una de las últimas obras del maestro Sergi belbel, dirigida por ni más ni menos que Miguel Narros para su propia compañía, aunque tuvo su paso por el Centro Dramático Nacional, obra además producida por el gran Celestino Aranda que contaba con la goyizada (permítanme el termino) Maria Barranco y otros nombres pues… poco teníamos que dudar: era uno de los eventos del año. Pero después de tanto nombre y de tanta cosa la obra al final lo que fue, fue sencillamente nada. Esa es la palabra. Móvil era un gran texto (se notaba) y ellos lo pusieron en escena. Punto. Pero en esa puesta no había nada, sólo vacío; palabras por palabras. Desde el primer momento se notó la soledad de la oración en la tristeza de su verbo, en el sustantivo no valorado, el adjetivo sin nombrar, el artículo desvencijado, la conjunción sin identidad, los actores en su mundo… privando a la pieza de estilo, pues cada uno era un género y así claro señores ¿quien da más?
Yo creo que el principio de todo fue la escenografía y después de ella, ya rodado, vino todo lo demás. Desacertada e inútil son términos que la definen sin exageración alguna. No sólo no creaba espacios ni atmósferas sino que más bien las rompía. Narros quiso jugar su montaje con el signo de la simultaneidad para fluir las escenas de una pieza tan larga. Pero los actores embotados en la corbata todo el tiempo, sin juego con lo que estaba en la parte de atrás, esos paneles móviles, esas… cosas inservibles que estorbaban y distraían, que al principio hasta parecían sugerir un aeropuerto pero que como una ilusión óptica se disiparon en cualquier identidad. ¿Qué era aquello? Del vestuario nada que nombrar. Sobrio, aburrido, seco. Lo más llamativo fue cuando se lo empezaran a quitar. Mención especial merece la braga-faja de la barranco ¡No la olvidaré en mi vida!
Del aspecto técnico, luces y sonido poco a parte de que chirrió por todos lados. La motivación aun deben estarla buscando en alguna parte. Al margen de poco integrados, los sonidos eran tan desconcertantes que movían a uno a gritarles ¡cómpraos un politono!!
Nos falta nombrar a los actores quienes demostraron entrega pero no funcionalidad. Tampoco unidad ni conexión. Ya lo dije antes, cada uno jugaba su estilo y en ese desvarío el espectador andaba desconcertado siguiéndoles a duras penas de aquí para allá. La Barranco con su maravillosa bis cómica, que hacia gala de maestría interpretativa, sintió la falta de las tablas, la ausencia prolongada por 20 años. Mélida Molina, dramática y resuelta era la que mejor conectaba con ese estilo sórdido de Belbel y por consiguiente la que mejor nos supo descubrir lo que la pieza no quería contar; pero estaba perdida en su isla (a la que nunca llegaron “los otros” ). Marina San José tampoco destacaba en su papel de hija; mecánica aunque dulce, nos faltó algo de fuerza para poder creérnosla. Dejo para el final el que sin duda fue el caso más singular: Raúl Pietro jugaba y esto de forma literal y esto tiene su parte buena y esto tiene su parte mala y ahí es donde todo se echa por tierra. Muy metido en su papel de hijo infantilón e inmaduro cuidaba mucho la arquitectura de su personaje, pero sus excesos: ladriditos, saltitos, caiditas… le destrozaban todo el trabajo. Con cada una de sus salidas, el publico empezaba a ver otra obra distinta de la que había en cartel en ese momento. Faltó sin duda la integridad de un equipo.
Así que Narros esta vez no estuvo fino. No supo hilar la pieza, darle unidad ni sentido, ni tampoco innovar. El mismo director que nos conmoviera con "¡Ay, Carmela!" nos trajo ahora un montaje plano sin riqueza alguna. Tal vez, las prisas le pudieron más que su maestría; convertirse en una franquicia tenía que pasarle factura. Aunque Narros se lo puede permitir. Es uno de los mejores directores de España y como todos se puede equivocar. Un desliz lo tiene cualquiera.
Por tanto después de tanto nombre, la fanfarria y todo lo demás, al final la pieza era poca cosa, aunque será mejor decir que esperábamos demasiado e igual no fura tanto mala como desengaño. Estas son las maravillas del teatro. Debemos aprender de esto lo que el Teatro nos quiere enseñar. A veces es mejor informarse y no dejarse engañar. Miremos la pequeña compañía de barrio, apoyémosla porque ellos serán el futuro de nuestra escena y no sólo los grandes nombres nos tienen algo que enseñar. La segunda lección que nos queda de todo esto es que “los grandes” también se equivocan pero como somos humanos estas son cosas naturales y se las debemos perdonar.

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