domingo, 2 de marzo de 2008

Equivocados. "El Señor Ibrahim y las flores del Corán"

A veces cuando uno va al teatro, cuando ya ha convertido el acto de ir al teatro en una monotonía clásica de fin de semana, equivoca o confunde las razones por las que acude a él, a su refugio o guarida de artes. Empiezas a establecer, a estamentarte cosas que esperar de él (resultados a desear), anclándote sin plantearte que lo de verdad importante no es lo que tú esperes del teatro, sino lo que él te pida a ti. Cuando el acto de entrega al teatro se confunde con una exigencia al mismo, los resortes de nuestra imaginación ya no imaginan, los mecanismos de su magia se gastan y a último momento esta acción (ir al teatro) se vuelve simplemente una manía tediosa y desgastada en la cual nos hemos estancado por costumbre. Por eso, cuando el teatro nos recuerda quién es el que manda, cuando pone a todos en su sitio, aprendemos que nuestro arte no es una reglamentación la cual debamos seguir paso a paso uno; dos; tres; cuatro. Aprendemos que más allá de nuestras miras están otras y que el arte teatral es verdaderamente grande. Por eso cuando el teatro hace su papel de padre es capaz de rompernos los esquemas, sorprendiéndonos y renovándonos.
Cuando llegó a Tenerife el montaje del CDN (Movido por “UROC Teatro” y ya sabemos por qué) el señor “Ibrahim y las flores del Corán” alguno incauto como yo quizás pensó que vería lo de siempre, lo que estaba esperando: Dos actores interpretando sobre la escena, una escenografía bonita, un estudio de luces… Pero una obra que tiene en su haber dos premios max (una la mejor adaptación teatral y otro al mejor actor para Juan Margallo), no baga por el mundo errante como una feria o un circo que repite de pueblo en pueblo su pasen y vean, montando su carpa, entreteniendo a los tontos con sus piruetas mil veces vistas. Una obra como esta se encuentra errante sí… pero en el mar de los milagros.
Pocas veces es posible decir (sin que nadie se ofenda además) que lo mejor de la obra fue sin duda el texto. Y no porque los actores nos aburrieran o no tuvieran gracia, o porque el resto del montaje fuera paupérrimo. Sino porque su poesía, su armonía, su esencia de libertad le hacía andar libre sobre todo, por encima de todo, destacándose, haciéndonos entrar en la atmósfera de una vida que no era la nuestra, en un París de los ´70 soñado… en un espacio donde las palabras son más que una sombra omnipresente.
El montaje de Ernesto Caballero (lo digo), no es lo mejor que ha hecho; pero nuevamente nos ha demostrado que tiene mucho que enseñarnos todavía, que tenemos aun mucho que esperar de él. Ernesto sabe lo que hace; lo haga del modo que lo haga. Esta vez lo ha hecho esencialmente con sus palabras (Adaptando el texto de ERIC-EMMANUEL SCHMITT), rompiéndonos las preconcepciones y nuestros aires de expertos (y así dicho sea de paso ¡Viva la auto crítica!)
Para hablar de los actores no sé si lograré la pertinente distancia para ser objetivo. Y lo digo porque Juan Margallo, como no, estaba soberbio; y lo digo, como no, por que Julián Ortega, a sus 26 años nos mostró el Momó más dulce, gracioso y tierno. Cierto es que se notó el hastío del tiempo pero llevan 4 años con la obra; hay que entenderlo.
Y no diré más. Y no lo haré porque no me considero digno; visto lo visto y aprendido lo aprendido no soy quien para hacerlo. Aunque bien pensado, quizás compense más, desde la modestia, seguir haciéndolo.

Imanol Suárez

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